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Sobre Garantías y Paradigmas

Sobre Garantías y Paradigmas
Mario Muñoz Méndez1
Hace pocos días nos tocó presenciar un diálogo entre un magistrado y un abogado defensor,
muy elocuente respecto del problema que deseamos exponer en este documento. El diálogo
en cuestión se desarrolló entre dos audiencias de RPA2, sin registro de audio. El magistrado
solicita la presencia del joven P. B., ante lo cual se informa que éste no ha concurrido a
audiencia. El comentario del juez fue: “… aquí es donde nos falta la opinión de los
profesionales del área psico-social, sabemos que esta medida no es para este joven, que ya
conocemos, pero no tenemos los elementos para fundamentar nuestra opinión”. La réplica
del abogado defensor fue: “magistrado, estamos en un sistema penal juvenil, las opiniones
de psicólogos o trabajadores sociales no son necesarias para decidir la sanción”. El diálogo
se prolonga, con la participación de un psicólogo de nuestra institución. Se alude a la
situación previa donde efectivamente se contaba con informes técnicos que permitían
personalizar las medidas. Se deja entrever en el debate que hubo conversaciones anteriores
entre ambos interlocutores, que aludieron al mismo problema, y que no hay acuerdo
respecto de los entendimientos de fondo.
La controversia antes expuesta nos retrotrae a otros diálogos y otras conversaciones, a
veces bastante apasionadas, que ponían en posiciones antagónicas y excluyentes a
adherentes del modelo penal juvenil versus otros técnicos del ámbito psico-social. Y es que,
nos parece, las recurridas antinomias “tutela/justicia”, “obligatoriedad/voluntariedad”,
“control/apoyo”, “maximalismo/minimalismo”, entre otras, han sido resistentes a diluirse y
resolverse en un sentido u en otro.
Las Garantías en el ámbito Psico-Social.
En gran medida -desde la posición garantista del derecho penal juvenil- durante los últimos
años se instaló una suerte de descalificación de las diversas concepciones psico-sociales las
que, subsumidas en una sola, más allá de sus diferencias técnicas y epistemológicas, eran
tratadas como derivadas o cómplices silenciosos del cuestionado modelo tutelar. Al ser éste
un sistema de atención que ponía de relieve la situación social, económica, psicológica o
familiar para resolver la medida judicial a aplicar, los técnicos psico-sociales habrían sido
operadores funcionales y acríticos respecto del conjunto de vulneraciones que el propio
sistema tutelar instaló durante las décadas en que hegemonizó la justicia de menores en
nuestro país y América Latina.
El positivismo arribado a las ciencias sociales en la primera parte del siglo pasado, traía
consigo la “medicalización” de los tratamientos. Esto, que en su momento fuera visto como
una humanización de las penas y sanciones, instaló una concepción y un léxico (jerga
técnica) basado en un presunto entendimiento científico que, de contrabando, nos instalaba
1 Antropólogo Social, Coordinador de Proyectos de Fundación DEM.
2 Responsabilidad Penal Adolescente.
una batería de distinciones y patologías personales, familiares y sociales (la “ideología del
tratamiento”3).
Esta crítica, gruesamente enunciada desde el garantismo penal juvenil, no dejaba de tener
sus buenas razones en este sentido: se hacía una homologación de pobreza y patologías
sociales4, estableciéndose veladamente una causalidad directa entre pobreza y
delincuencia, donde los niños en riesgo (abandono material o moral) eran vistos como
delincuentes potenciales5.
Sin embargo, no hay que perder de vista que los entendimientos psico-sociales operantes
dentro del sistema tutelar tenían, fundamentalmente, un propósito ordenador: un lugar para
cada cosa y cada cosa en su lugar, como se hubiera propuesto en la lógica de la perspectiva
renacentista. Esto es, su participación dentro de este sistema era calificar y diagnosticar. En
definitiva, clasificar sujetos distinguibles por variables múltiples dentro de las posibles
ofertas institucionales (e institucionalizantes, con frecuencia): un lugar para cada sujeto y
cada sujeto en su lugar6.
Los entendimientos psico-sociales fueron aquí funcionales a esta necesidad de los sistemas
tutelares, de la política pública y de la focalización de recursos. Todo lo anterior, in
abstractum, sin agregar los déficits y colapsos verificables dentro del sistema mismo. Aún
así, los operadores psico-sociales, pese al poder de persuasión que les fuera ofrecido, no
utilizaron sus argumentos y conocimientos para hacer algo mejor que clasificar,
diagnosticar e inventariar déficits y disfunciones. Acríticos y radicalmente puestos en el
marco del contexto tutelar, ocuparon sus métodos7 y teorías8 sin avanzar hacia
explicaciones más contextuales e integrativas. Se buscaba un producto final para lectura de
quien debía, en última instancia, decidir sobre la situación vital de un sujeto. El resultado
habitual de ello eran los extensos resultados de déficits y carencias a nivel individual,
familiar y cultural.
Recién en los años 80, a mediados de dicha década, se comenzó a trabajar seriamente en
algunas contadas instituciones en la línea de la intervención psico-social y familiar, con
3 Recomiendo aquí la lectura de Bergamini Miotto, Armida: “Permanencia y Reintegración del condenado en
la Convivencia Social”. En: Doctrina y Acción Penitenciaria, Año 1, Nº 1, Patronato de Liberados, Buenos
Aires, Argentina, 1987.
4 De hecho, hasta no hace mucho tiempo, los temas de delincuencia juvenil y “conducta desviada” eran
tratados dentro de cátedras denominadas “patologías sociales”.
5 Se ha reiterado hasta la exageración que habría existido una “doctrina de la situación irregular” (opuesta a la
de la protección integral) que, desde la perversión de sus sostenedores, profitaron y abusaron de su poder
administrando un sistema que canjeaba libertad por protección y que bajo el pretexto de ésta última negaba la
defensa jurídica de los menores de edad. Estas afirmaciones, en cierto modo verificables, no serán tratadas
aquí. Esto tiene tantos bemoles que requiere un debate serio y menos efectista que oponer dos doctrinas
presuntamente opuestas y excluyentes.
6 En nuestro país hubiésemos dicho perfil de sujeto de atención asociado a “sistemas asistenciales”
específicos.
7 La observación, la visita etnográfica, la descripción concreta y material.
8 En el ámbito psicológico, la utilización de test y pruebas para “medir” capacidades intelectivas, daños
orgánicos probables, rasgos de personalidad, etc.
equipos técnicos capacitados e innovadores9. Ya el propósito no era sólo diagnosticar y
clasificar sino que pasar de la descripción a la explicación -y de ésta- a la intervención.
Algunos conceptos clásicos, procedentes de “sentido común terapéutico” (valga decir
modelo psicodinámico y de salud), comenzaron a ser puestos en tela de juicio. Una serie de
explicaciones técnicas procedentes de la práctica, a menudo incuestionada, de armar
definiciones de self a partir de manifestaciones intra-psíquicas o personales, comenzaron a
ser revisadas, aunque no de modo sistemático. Ellas colisionaron con el entendimiento
sistémico y ecológico, más útil para intervenir, pero menos interesado en el diagnóstico y
en establecer “tipos de sujetos” asociados a “tipos de patologías”. Con todo, el modelo
estructural con que se trabajaba conducía inevitablemente a establecer “tipos de familia”,
nociones de “salud y enfermedad”, “funcionamientos sanos o patológicos”, etc. Aún así, el
modelo sistémico pudo ser aplicado y comenzó a instalarse en el bagaje de los operadores
psico-sociales, coexistiendo con modelos lineales e individuales orientados básicamente
hacia el diagnóstico10.
Con posterioridad, situados ya en la segunda mitad de la década de los 90, algunas pocas
instituciones del área de trabajo “niños y jóvenes en riesgo social”, o “infractores de ley”,
avanzaron hacia la aplicación de entendimientos basados en la ontología del lenguaje y las
teorías sistémicas de segundo orden. Comenzó a hablarse de constructivismo en la jerga
especializada y así vocablos como “construcción conjunta” o “co-construcción”
comenzaron a aparecer en los informes técnicos. Si bien el vocablo en sí, por su mero uso,
no aseguraba un entendimiento constructivista sólido o coherente, al menos se dejaba
entrever un nuevo estado del arte en los paradigmas de las ciencias humanas.
Este estado del arte de las disciplinas psico-sociales reflejó un avance notable en los
últimos años, aunque no generalizado. Al momento de definir el sentido de la ley RPA, sus
autores simplificaron hasta la caricatura los enfoques o entendimientos de esta área,
interesados en hacer notar que la intervención psico-social era más bien una vulneración de
derechos, marcada por énfasis directivos y correccionales. Estos autores, presumimos,
desconocían otras formas y modelos de intervención no invasiva, que también ofrecían
garantías (propiamente psico-sociales). A nuestro parecer, no todas las garantías son
propiamente jurídicas y no todas deben, necesariamente, expresarse en clave jurídica.
Definición de la relación y quiebre epistemológico
La puesta en marcha de la RPA ha significado la consolidación de un “quiebre
epistemológico”, donde el diálogo entre los operadores psicosociales y los actores
judiciales se ha hecho cada vez más difícil.
9 Me refiero aquí – entre otras- por ejemplo, a la experiencia desarrollada en el antiguo Programa de Libertad
Vigilada de la ACJ, donde tuve la oportunidad de trabajar con un sólido equipo de salud mental que intentaba
materializar el modelo estructural de Salvador Minuchin, nuevo en aquel entonces.
10 La demanda de los Jueces de Menores o Familia siguió siendo la de ordenar y clasificar, orientándose
hacia el propósito de ajustar la medida a las características o necesidades del sujeto. Ello, pese a que en cursos
de formación para jueces y abogados (cátedras específicas, cursos de la Academia Judicial), destinados a ser
operadores del sistema de justicia, se daban nociones del entendimiento sistémico familiar.
Con frecuencia, lo que puede ser, desde los operadores psicosociales, una “restitución de
derechos” es, desde los defensores, una “vulneración de derechos”. Lo que puede ser, desde
los operadores psicosociales una explicación de causas y antecedentes de conductas
complejas y sintomáticas, no pasa de ser –para un fiscal cualquiera- un relato anecdótico
que no tiene peso a la hora de calificar cumplimiento o incumplimiento.
Lo anterior, que también puede atribuirse a la débil especialización de los actores
judiciales, es consustancial también al entendimiento del modelo retributivo (penal), que
por definición suele bastarse a sí mismo.
Para ello cito a Beatriz Kalinsky, Directora de Proyectos del Centro Regional de Estudios
Interdisciplinarios sobre el Delito (Argentina):
“El Derecho Penal no está preparado para conocer de otra forma que no sea por medio de la
aseveración de sus enunciados: es verdadero o falso, dice la verdad o miente, es culpable o
inocente, tiene responsabilidad penal o no la tiene, evitando los márgenes de incertidumbre propios
de todo conocimiento humano. Si bien la ley (penal) deja un margen de interpretación, esta tarea
pasa a ser una rutina donde se dejan de lado todas las posibilidades hermenéuticas que podrían
plantearse frente al juzgamiento de un hecho delictivo”11.
La hermenéutica jurídica, entonces, suele no admitir la opinión (diríamos “puntuación”) de
otras disciplinas sociales, más allá de lo anecdótico o como meras disciplinas auxiliares.
No puedo concluir este artículo -fuera de cualquier consideración epistemológicaaludiendo
a las palabras de un destacado Juez brasilero de Infancia y Juventud12, a quien oí
decir: “… una ley debe ser justa, honesta, aplicable y entendible por las personas a las que
afectará”. Estas palabras pueden ser una buena medida para calificar la implementación de
la LRPA durante este primer año y medio de ejecución en nuestro país.
1) Una ley es justa cuando da a cada uno lo suyo. Una definición clásica es aquella de
que lo justo es que cada quien reciba lo que merezca. Se puede teorizar bastante al
respecto y citar autores que se imbuyen en la filosofía del derecho. Pero, desde el
punto de vista del “usuario” ¿qué es esto? Así, hemos encontrado adolescentes que
consideran que han sido presionados por algún actor judicial para ir a
reconocimiento de los hechos. Bajo el argumento de reconocer responsabilidad se
pierde el derecho a un juicio oral, estableciendo como prioritarias las metas de
gestión por sobre el derecho a un juicio justo. Inversamente, tenemos casos donde
se ha resuelto, en juicios sumarios, cinco veces la misma sanción, con criterios muy
dispares respecto de su ejecución. Mi pregunta es, ante hechos muchas veces
similares, ¿por qué una respuesta tan distinta? ¿No vulnera aquello el axioma de la
igualdad ante la ley?
2) Una ley es honesta cuando se orienta hacia un propósito manifiesto y no encubre
propósitos secundarios. Una ley orientada a la seguridad ciudadana en su ejecución,
11 Cfr. Antropología y Derecho Penal: un camino transitable con cautela. En Cinta de Moebio No. 16. Marzo
2003. Facultad de Ciencias Sociales. Universidad de Chile (http://www.moebio.uchile.cl/16/kalinsky.htm)
12 El ya fallecido Celmilo Guzmao, Juez del Tribunal de Justicia de Pernambuco.
no es una ley de garantías y fines educativos, como fuera manifiesto en el proyecto
de ley original.
3) Una ley es aplicable, desde nuestra óptica, cuando se puede en estándares mínimos
aplicar justicia. Jueces, fiscales, defensores y ejecutores con una recarga insuperable
de trabajo no hacen una ley aplicable. Sin duda aquí se repite la dicotomía de otras
políticas públicas: diseño versus implementación. Si no se respetan procedimientos
ni plazos, antes de aplicar la posible sanción (información de derechos del detenido,
duración de la retención inicial, duración excesiva de las medidas cautelares
personales), mal podemos decir que la ley está siendo aplicable (para no entrar en el
ámbito de la ejecución de la sanción).
4) Una ley es entendible, cuando los propios afectados logran comprender sus
contenidos y sus alcances. No es así el texto de la ley RPA. Tampoco ocurre esto en
las diversas audiencias que el proceso penal impone. El precepto de Participación
(consagrado por la CIDN13) queda aquí subordinado a otras urgencias relativas a la
necesaria celeridad de los juicios. Lo mismo acontece para con los padres, pues la
figura del defensor suplanta a los progenitores y no favorece su inclusión como
actores interesados en el proceso.
¿Qué podemos esperar para el futuro?
Aunque es muy difícil poder imaginar, desde la ejecución de las medidas qué cambios son
más probables de realizar, nos parece que preliminarmente debiéramos decir:
- El sistema debe tener mayor capacidad de discriminar; no todos deben llegar al proceso
penal, es relevante favorecer un entendimiento desde el “principio de autor”. Dice la CIDN
(art. 40, nº 4): “ Se dispondrá de diversas medidas (…) para asegurar que los niños sean
tratados de manera apropiada para su bienestar y que guarde proporción tanto con sus
circunstancias como con la infracción”.
- Desde Fiscalías favorecer el “principio de oportunidad” y las “salidas alternativas”; desde
Defensorías y Judicaturas efectivizar la posibilidad de “revisión de condenas” e, incluso, la
“suspensión de condenas” en casos particulares.
- Generar mayor flexibilidad en los procesos para adolescentes, con fin a favorecer tiempos
más breves (MCA14, IP15) y que no todo se deba resolver en audiencia (por la dilación y
falta de oportunidad que ello conlleva).
- Finalmente, promover (o exigir) mayor especialización de todos los actores judiciales.
Si no se asumen mínimamente los cambios antes dichos, el “paradigma garantista” será otro
fraude de etiquetas en su expresión concreta, estaremos haciendo más de lo mismo, en un
lenguaje distinto y a un alto costo. Y valga volver a recordarlo: no todas las garantías deben
expresarse en clave jurídica.
13 Convención Internacional de Derechos del Niño/a.
14 Medidas Cautelares Ambulatorias.
15 Internación Provisoria.